No podemos esperar por muy ideal que sea la esencia moral de un partido, es decir la trama de principios o valores que lo fundamentan, que ésta influya en las personas o electores después que los mismos constaten que esta ideología, fundamento de dicho partido, no se pone por obra, no afecta a la práctica política, no mueve a sus miembros como los únicos posibles realizadores del ideal del partido.
Aquí se encuentra el cáncer moral que carcome a los grandes partidos, sobre todo cuando están gobernando, aunque se obstinen en echar culpas a las crisis -que las hay y fuertes- o en matar al mensajero -que sólo denuncia lo que está sucediendo.
Por tanto, jamás puede un partido influir en los ciudadanos si estos tienen clara, como fenómeno intersubjetivo de conciencia colectiva, la verdad de actuaciones de este partido en contra de la felicidad, bienestar, dignidad o libertad de la gente y ve que con sus actos demuestran que siguen postergando y despreciando su propia ideología fundacional ya que no la transforman en vida de cada día en sus actuaciones políticas.
De este modo, se impone al político una grave disyuntiva: o bien trata de realizar su ideario como modelo de valores del tipo de sociedad que defiende o bien su tiempo de resonancia social o vida política se verá reducido a lo que tarde el cuerpo social en asimilar como suya esta experiencia de una traición constante a sus postulados y termine dando muerte a la existencia de tal opcion política, es decir, certifique su muerte como partido o su inoperancia parcial, al menos, hasta que se lleve a cabo una profunda renovación en sus dirigentes y forma de gestión.