Nuestra identidad que nunca es algo terminado, se va constituyendo por la identificación con ideas, costumbres, hábitos, lugares, creencias, grupos, etc., que a lo largo de la vida y de las experiencias que en ella realizamos, nos permiten enriquecer nuestro acervo interior de vivencias.
Todas estas identificaciones, las realizamos asumiendo valores morales, los cuales están implicados en toda acción u omisión y, por otra parte, con las oportunidades que nos brindan de identificarnos con ellos, los personajes y sus acciones en toda narración de cualquier formato.
En efecto, tanto las acciones u omisiones, como las narraciones textuales o de imágenes nos llevan al compromiso interior emotivo y de la voluntad con las formas de ser y las acciones de otros o las nuestras y, por ende, a la fidelidad con los ideales propios o los de los personajes de las narraciones, con las instituciones de las que formamos parte o con los grupos a los que pertenecemos. Es por esto que nuestra identidad, lo que somos, nos lleva a elegir, a decidir y a defender una causa que creemos justa o valiosa moral y socialmente.
Los valores nos hacen elegir entre personas, etnias o grupos necesitados de defensa. Nos hacen luchar contra ideologías juzgadas dignas de rechazo: ultraderecha, nacionalismos fanáticos, fundamentalismos religiosos o, en otros casos, contra mafias de cualquier tipo, dominio y opresión de unos países sobre otros, explotación laboral de los niños, hambre en el mundo, etc. Es decir, nos hacen tener una identidad calificada en su intimidad profunda con el sello de la moralidad.
Por tanto, la moralidad es un ingrediente esencial de toda identidad personal o institucional. En consecuencia, la identidad que se va conformando gracias a nuestro proyecto de vida, tiene fuerza integradora para hacer que nuestra subjetividad no esté errante, cambiando continuamente de unas ideas y deseos a otros y sin sustancia.
El componente moral de los valores nos hace tener, en lugar de una identidad vaga y adjetiva como identidad heterónoma siempre a remolque de otros, una identidad individual bien constituida, noble, fuerte, tolerante y flexible, mediante la inteligencia discriminadora de los auténticos valores y la compasión universal.
De aquí se deduce que la parte moral es la dimensión de nuestra persona que la puede constituir en una auténtica identidad feliz.
La dimensión más fuerte del "sí-mismo" que determina nuestro proyecto final de felicidad está constituida, por tanto, por valores.
Esta parte integradora de la identidad está constituida por la estima de sí junto a la solicitud por el otro, indisociable de la primera.
Según Aristóteles esta estima de sí y solicitud o estima del otro, constituía la base de la amistad que era para él la fuente de auténtica felicidad.
Según Ricoeur, lo que llamamos "corazón" es la síntesis de la dimensión afectiva que resume a su vez, las dimensiones del conocimiento y de la acción, siendo algo intermedio entre la felicidad y el deseo.
El "corazón", al abarcar las síntesis de las dos dimensiones restantes del ser humano, a saber, la del conocimiento y la de la praxis o acción, es el centro electivo que, cuando "mira" al ideal de "vida buena" nos remite a la consecución de la felicidad mediada por la justicia, la cual es necesario intentar realizar poco a poco en nuestra vida y en la sociedad mediante el conocimiento y la acción libre y responsable. El ser humano busca permanecer en el ser: es lo que Spinoza llamaba el "conatus" o "afirmación originaria" de todo ser.
Esta afirmación originaria es un modo de ser de la libertad y se ha de desarrollar en el auténtico desenvolvimiento ético de esta libertad en relación de aprecio y respeto de sí mismo y de los demás.
De este modo el "permanecer" auténticamente en el ser o "conatus" depende de la consecución de una auténtica identidad integrada humana y socialmente. Depende de la plenitud de nuestra identidad. De esta plenitud, a su vez, depende el que nos sintamos profundamente -y no superficialmente como es generalmente el caso- felices y realizados.
La conciencia de libertad y la plena posesión de nuestro pasado por nuestra memoria (identidad), según Ricoeur, depende también de un tema ético. El humilde reconocimiento de nuestras culpas y errores y la asunción de la responsabilidad consiguiente. Mediante esta auto-posesión plena de nosotros mismos en nuestra memoria y en nuestro sentimiento se puede realizar la alegría del "sí-mismo" y en consecuencia, una identidad plena que pueda ser útil a los demás.
Todas estas identificaciones, las realizamos asumiendo valores morales, los cuales están implicados en toda acción u omisión y, por otra parte, con las oportunidades que nos brindan de identificarnos con ellos, los personajes y sus acciones en toda narración de cualquier formato.
En efecto, tanto las acciones u omisiones, como las narraciones textuales o de imágenes nos llevan al compromiso interior emotivo y de la voluntad con las formas de ser y las acciones de otros o las nuestras y, por ende, a la fidelidad con los ideales propios o los de los personajes de las narraciones, con las instituciones de las que formamos parte o con los grupos a los que pertenecemos. Es por esto que nuestra identidad, lo que somos, nos lleva a elegir, a decidir y a defender una causa que creemos justa o valiosa moral y socialmente.
Los valores nos hacen elegir entre personas, etnias o grupos necesitados de defensa. Nos hacen luchar contra ideologías juzgadas dignas de rechazo: ultraderecha, nacionalismos fanáticos, fundamentalismos religiosos o, en otros casos, contra mafias de cualquier tipo, dominio y opresión de unos países sobre otros, explotación laboral de los niños, hambre en el mundo, etc. Es decir, nos hacen tener una identidad calificada en su intimidad profunda con el sello de la moralidad.
Por tanto, la moralidad es un ingrediente esencial de toda identidad personal o institucional. En consecuencia, la identidad que se va conformando gracias a nuestro proyecto de vida, tiene fuerza integradora para hacer que nuestra subjetividad no esté errante, cambiando continuamente de unas ideas y deseos a otros y sin sustancia.
El componente moral de los valores nos hace tener, en lugar de una identidad vaga y adjetiva como identidad heterónoma siempre a remolque de otros, una identidad individual bien constituida, noble, fuerte, tolerante y flexible, mediante la inteligencia discriminadora de los auténticos valores y la compasión universal.
De aquí se deduce que la parte moral es la dimensión de nuestra persona que la puede constituir en una auténtica identidad feliz.
La dimensión más fuerte del "sí-mismo" que determina nuestro proyecto final de felicidad está constituida, por tanto, por valores.
Esta parte integradora de la identidad está constituida por la estima de sí junto a la solicitud por el otro, indisociable de la primera.
Según Aristóteles esta estima de sí y solicitud o estima del otro, constituía la base de la amistad que era para él la fuente de auténtica felicidad.
Según Ricoeur, lo que llamamos "corazón" es la síntesis de la dimensión afectiva que resume a su vez, las dimensiones del conocimiento y de la acción, siendo algo intermedio entre la felicidad y el deseo.
El "corazón", al abarcar las síntesis de las dos dimensiones restantes del ser humano, a saber, la del conocimiento y la de la praxis o acción, es el centro electivo que, cuando "mira" al ideal de "vida buena" nos remite a la consecución de la felicidad mediada por la justicia, la cual es necesario intentar realizar poco a poco en nuestra vida y en la sociedad mediante el conocimiento y la acción libre y responsable. El ser humano busca permanecer en el ser: es lo que Spinoza llamaba el "conatus" o "afirmación originaria" de todo ser.
Esta afirmación originaria es un modo de ser de la libertad y se ha de desarrollar en el auténtico desenvolvimiento ético de esta libertad en relación de aprecio y respeto de sí mismo y de los demás.
De este modo el "permanecer" auténticamente en el ser o "conatus" depende de la consecución de una auténtica identidad integrada humana y socialmente. Depende de la plenitud de nuestra identidad. De esta plenitud, a su vez, depende el que nos sintamos profundamente -y no superficialmente como es generalmente el caso- felices y realizados.
La conciencia de libertad y la plena posesión de nuestro pasado por nuestra memoria (identidad), según Ricoeur, depende también de un tema ético. El humilde reconocimiento de nuestras culpas y errores y la asunción de la responsabilidad consiguiente. Mediante esta auto-posesión plena de nosotros mismos en nuestra memoria y en nuestro sentimiento se puede realizar la alegría del "sí-mismo" y en consecuencia, una identidad plena que pueda ser útil a los demás.